Este verano disfruté mucho de un concierto de música clásica que, organizado por las Juventudes Musicales de Maó, tuvo lugar en el 11 de agosto en el Teatro Principal de Maó (Menorca).
La estrella del concierto fue el violinista y director Dmitry Sitkovetsky. Este virtuoso del violín nos apabulló y deleitó con sus capacidades técnicas y artísticas, tanto al violín como con la batuta. La orquesta de cámara de Menorca (integrada casi en su totalidad por músicos insultantemente jóvenes) dio la talla ante un reto difícil, pues en el programa estaban, nada más y nada menos que Mozart, Mendelssohn y Beethoven. Y la noche fue, antes y después del concierto, bella y veraniega.
Desde agosto, como consecuencia de este concierto, no me puedo quitar de la cabeza el Concierto para violín y orquesta en mi menor op.64 (1845) de Felix Mendelssohn. Lo escribió con 36 años, 2 antes de su muerte, en plenitud y antes de que le perdiéramos para siempre. Nunca nada interpretado el mismo día que algo de L.W. Beethoven (y aquel 11 de agosto se interpretó nada más y nada menos que su Séptima Sinfonía) ha permanecido en mi mente. Pero en este caso, más de dos meses y medio después, Mendelssohn y su Op.64 me siguen allá donde voy. Dos compases de esta pìeza contienen más música que la obra completa de algunos así llamados músicos contemporaneos. Una delicia con millones de matices.
Os dejo un fragmento de una versión de Itzhak Perlman y Daniel Barenboim de hace ya unos cuantos años.
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