Estos días he leído como han acabado, por el momento, los casos de dos jueces de carrera que no querían ejercer de jueces, sino de legisladores (sin haber pasado previamente por las urnas).
La jueza Laura Alabau, que se negaba a dar validez registral a los matrimonios de gays y lesbianas, que fue primero multada con 350 euros por sus compañeros del CGPJ (votación 9 a 8 en el CGPJ a favor de la ridícula sanción) y que después vio como el fiscal recurría la sanción del CGPJ por su extrema laxitud, ha sido finalmente trasladada de destino (a lo contencioso-adminsitrativo) para que, al menos de momento, deje de dañar la imagen de la Justicia al negarse a aplicar en Denia la legislación sobre matrimonios vigente en España.
Por su parte, el juez Ferran Calamita, que retrasó dolosamente por razón de su homofobia la adopción de una niña por parte de una pareja de lesbianas, ha sido apartado de la carrera judicial durante dos años, en medio de su intento de dar pena (argumentó que se iba a dejar a su familia sin sustento si no trabajaba de juez, cuando es evidente que si se le suspende como juez puede dedicarse a otros trabajos), sus acusaciones de estar siendo perseguido por ser un juez cristiano (cuando es claro que se le sanciona por mal juez y no por buen cristiano) y su terca, acientífica y pertinaz afirmación de que los niños no deben ser adoptados por gays o lesbianas pues eso les causará grave daño al ser tratado como cobayas.
Los dos casos, a pesar de su evidente homofobia y conservadurismo retrógado, no son jurídicamente idénticos. Es mucho más grave el caso de la jueza Alabau que el del juez Calamita. Me explico. La jueza Alabau dice que el Legislativo y el Ejecutivo no son nadie para imponerle a ella una determinada forma de impartir justicia. Su homofobia le ha hecho negar una de las esencias de la Democracia: la de que las leyes las elabora solo el Parlamento (por mandato de los ciudadanos) y ellas deben ser aplicadas por los tribunales de justicia sin aditamento alguno, estando solo el Tribunal Constitucional autorizado a corregirlas, no en su opción política, sino en el caso de existir tara de inconstitucionalidad. Por su parte, el juez Calamita busca en una presunta defensa del menor un argumento para oponerse a la adopción por parte de una pareja de lesbianas y, cuando se ciernen sobre él nubes disciplinarias y el escándalo mediático, se protege en su condición de cristiano. Claramente homófobo, pero al menos no se ha negado frontalmente a aplicar una ley del Parlamento ni tampoco ha desafiado la capacidad del Parlamento para dictar leyes.
Sea como fuere los dos tienen algo en común: un juez que considera que su credo moral personal está por encima de sus obligaciones constitucionales y legales de juez.
Los jueces que se nieguen a aplicar la Constitución y las leyes españolas en sus juzgados deberían ser expulsados de la Judicatura. Sin más. En estos dos casos no se ha hecho esto, sino que simplemente se le ha trasladado a una y suspendido por dos años al otro. Mal ejemplo el que da el CGPJ al afirmar, al menos implicitamente, que un juez puede prescindir del derecho vigente, o incluso atacarlo forntalmente, en el desempeño de su labor sin ser apartado para siempre de la carrera judicial.
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